Capítulo 2
Escuché el sonido del despertador.
Aunque ya estaba despierta desde hacía rato, mantenía los ojos cerrados. Pero apenas comenzó la tediosa melodía, los abrí con pesadez. Eran las cinco de la ma?ana.
Estaba a cargo de las clases de acción en campo de tercero y cuarto a?o, así que el horario no era nuevo para mí.
Me senté en la cama, los pies tocando el suelo frío. Sentí cómo el frío se colaba por mi cuerpo mientras me quedaba mirando un punto fijo, sin ningún sentido. Después de unos segundos, me levanté. Fui directo al ba?o, me di una ducha caliente y, al salir, me detuve frente al espejo.
Me observé en silencio. El pelo corto, por encima de los hombros —no tanto como para parecer un hombre, pero lo justo para seguir siendo femenino. Las ojeras se marcaban, no demasiado oscuras, pero lo suficiente como para resaltar en mi piel morena… o al menos en lo que quedaba de ella. Poco a poco, ese color se había ido apagando. El moreno se convertía en blanco, y mis ojos color café sobresalían cada vez más. Siempre tuve el rostro medianamente redondo y nunca aparenté mi edad. Siempre más joven. Eso, al parecer, no cambiaba.
Al terminar, me puse el uniforme. Mientras me vestía, escuché tres golpes en la puerta. No llegué a abrir —seguía cambiándome—, pero por debajo de la puerta se deslizó un papel con mi nombre:
“Verá Francadici”
Dado vuelta, decía:
“Junta en la sala superior.”
Sabía muy bien cuál era el tema que se iba a tratar en esa reunión, y eso no me dejaba tranquila. Aun así, trataba de aparentar lo contrario.
Apenas llegué a la sala, lo primero que vi fue la gran mesa de madera oscura, perfectamente barnizada, con ese brillo característico que delataba el cuidado constante. A su alrededor, las sillas estaban dispuestas con una exactitud casi obsesiva, como si alguien se hubiera tomado el tiempo de medir la distancia entre cada una para que quedaran simplemente perfectas. El sol ya se había alzado sobre el horizonte, y su luz se filtraba con elegancia a través de las grandes ventanas, dándole al ambiente una calidez inesperada. El aroma a café impregnaba el aire, mezclándose con el silencio expectante que reinaba en la habitación.
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Pude ver los rostros de mis superiores y compa?eros. No éramos más de ocho en ese lugar.
Uno a uno, los miembros del equipo fueron tomando asiento. Algunos caminaron con paso firme, otros más arrastrando el peso de la fatiga de noches sin dormir. Yo fui la última en sentarme. El espacio alrededor de la mesa se llenaba de un silencio denso, solo interrumpido por el crujido leve de las sillas al moverse.
El comandante Donal se levantó de su puesto al frente, su postura recta y su uniforme perfectamente alineado, como siempre. Su rostro pulcro y simétrico reflejaba una autoridad tranquila. Sus ojos verdes, penetrantes, brillaban con esa intensidad que sabía transmitir una seguridad absoluta. Su cabello rubio, siempre peinado con cuidado, no hacía más que reforzar su imagen de líder implacable.
—Ya saben por qué estamos aquí —su voz, grave y autoritaria, cortó el murmullo leve que se había comenzado a formar.
En ese instante, mi mente se desvió hacia el chico de cabello rojizo que había visto ayer, el cadete que había logrado colarse en el autobús. Apenas un adolescente, parecía cargado de más dudas y miedos de los que su edad permitía imaginar.
—No sé de quién es la responsabilidad de que se haya colado, o si fue simplemente la valentía del ni?o la que lo hizo llegar hasta aquí, pero ya no hay vuelta atrás —dijo Donal, sus ojos fijos en mí.
En ese momento, supe que mi vida de tranquilidad momentánea había llegado a su fin. Donal, quien había sido como un hermano mayor para mí, no solo me había ense?ado todo lo que sabía del ejército, sino que me había formado, me había dado las herramientas para ser quien soy. Desde que entré, él nunca me soltó la mano. Me había guiado con firmeza y confianza, y en su mirada veía el reflejo de su creencia en mí.
Lo miré, consciente de lo que estaba a punto de decir, y me preparé para lo inevitable.
—Franca —dijo, usando mi apodo—, te vas a encargar de ense?arle disciplina y su formación en el campo.
Me sentí un peso caer sobre los hombros. Sabía que no solo sería mi responsabilidad, que no sería una tarea fácil, pero lo había hecho antes. Lo haría de nuevo.
—Su nombre es Giovanni —continuó Donal, como si pudiera leer mis pensamientos—. No solo tú lo adiestrarás. Azrak también va a guiar su camino.
Fue entonces cuando mi mirada se desvió hacia él, el capitán Zarven, conocido por todos como Azrak. Era tan alto como el comandante, con una mandíbula fuerte, pómulos marcados y una mirada fija que siempre transmitía seguridad. Su cabello, oscuro y corto, se mantenía simple, sin adornos, como él mismo. A pesar de su presencia imponente, Azrak permaneció en silencio, su mirada concentrada.
En ese momento, me di cuenta de lo que Donal estaba proponiendo: Giovanni no solo pasaría por mi entrenamiento, sino que Azrak también sería parte de su formación. Ambos, Donal y Azrak, siempre fueron ejemplos para mí. Donal, por su capacidad para ense?ar con rigor, por su forma de transmitir disciplina y liderazgo. Azrak, por su natural talento para la guerra, por su intensidad que inspiraba respeto inmediato.
Se discutieron algunos otros temas, como las próximas ubicaciones de conflicto y las tareas que tomarían los diferentes grupos. Yo, junto con Azrak, Claire, Anya y Owen, estaríamos fuera de combate por el momento. Todos éramos capitanes, pero esta vez Donal decidió que no iríamos al frente. La guerra era constante, pero las estrategias eran claras: no había necesidad de enviar a nuestras mejores fuerzas ahora.
La fe que tenía en Donal era absoluta. Lo respetaba profundamente, al igual que a Azrak. Gracias a su liderazgo, sabía que el camino hacia la victoria estaba trazado, y que, aunque las batallas parecieran interminables, algún día veríamos un mundo más libre si continuábamos con la disciplina y la dedicación que ellos nos habían ense?ado.